La historia de los vermes de seda en España recorre más de mil años y deja huellas en el paisaje agrario, en la arquitectura industrial de muchas urbes y en costumbres que todavía sobreviven en patios y colegios. Charlar de vermes de seda es charlar de moreras, de talleres sigilosos donde hilaban mujeres y niñas, de rutas comerciales que subían desde el Mediterráneo, y también de una afición doméstica que se transmite de abuelos a nietos. En torno a este insecto, Bombyx mori, se tejió una economía compleja y un imaginario cultural sorprendentemente tenaz.
Primeras moreras, primeras madejas
La sericultura llega a la península ibérica con los andalusíes. A partir del siglo IX se documenta el cultivo de moreras en al-Andalus, y en los siglos XI y XII Murcia, Almería, Granada y Valencia ya son zonas productoras reconocidas. Geógrafos árabes como al-Idrisi mientan la calidad de las sedas hispanas, y las excavaciones en barrios artesanos muestran restos de tintes y hornos relacionados con la preparación de tejidos. La trama era clara: moreras plantadas en vegas y huertas, recolección de hojas, crianza de gusanos en estancias ventiladas, obtención de capullos y cocido de las crisálidas para poder devanarlos en filamentos. A partir de ahí entraban los oficios del hilado, el torcido, el teñido y el telar, que acostumbraban a concentrarse en barrios concretos, controlados por gremios o por autoridades municipales que vigilaban la calidad.
La Reconquista no borró esta tradición. Al revés, ayuntamientos como Valencia o Toledo afianzaron reglamentos para resguardar el comercio de la seda. En la Corona de Aragón, el Consulado del Mar garantizaba rutas y seguros para mercancías débiles como los capullos y los ovillos. Ya en el siglo XV, Valencia era un centro reconocido de terciopelos, damascos y brocados, con clientela en toda Europa occidental. Granada preservó talleres nazaríes transformados bajo dominio castellano, y Murcia se hizo fuerte en el abastecimiento de hilo en salvaje.
El apogeo: siglos XVI y XVII
Durante el Siglo de Oro, la seda se hizo símbolo de prestigio y materia de exportación. Las ferias de Medina del Campo y de Sevilla negociaban lotes que llegaban desde Levante por tierra o por cabotaje y salían hacia Flandes y la península italiana. El gusto cortesano multiplicó la demanda de tejidos ricos, y el auge urbano sostuvo a miles y miles de artesanos. Hay cifras que ayudan a calibrar la escala: a mediados del siglo XVI, Valencia contaba con múltiples miles de telares sederos, y la huerta murciana plantó moreras en densidades que hoy resultarían difíciles de imaginar. En los archivos municipales aparecen medidas para limitar plantaciones en regadíos, por temor a que la sed de las moreras compitiera con las hortalizas. Es un dato que revela el peso de la sericultura en la economía local.
La crianza de los vermes requería cuidados meticulosos. Las casas de artesanos reservaban cuartos para las bandejas de cría, con ventanas protegidas para eludir corrientes bruscas. Se procuraba un microclima temperado y seco. La nutrición se cortaba en hojas del día, porque la hoja marchita fermenta y favorece infecciones bacterianas. Ya entonces circulaba información práctica sobre que comen los gusanos de seda: hojas de morera, preferiblemente de Morus alba, recolectadas en diferentes grados de madurez conforme el estadio larvario. Las familias conocían trucos sencillos, como airear los capullos en sombra para eludir hongos, o entresacar las larvas más enclenques para no saturar la bandeja.
La Corona también intervino. Felipe II impulsó ordenanzas de calidad, y se publicaron manuales con reglas de torcido y medidas para el teñido con cochinilla y pastel. Los gremios exigían examen a maestros y controlaban la pureza de sedas mezcladas con lino o lana. Aun así, la competencia italiana y, después, la entrada de tejidos asiáticos, tantearon limitaciones que se harían evidentes en el siglo XVIII.
La Murcia sericícola y la Valencia sedera
Dos escenas ilustran el corazón de esta historia. En Murcia, el ciclo comenzaba en primavera, cuando brotaban las moreras de las vegas del Segura. Los campesinos recogían hojas a primera hora, el sol bajo, el calor todavía aceptable. En las casas, mujeres y pequeños extendían hojas en capas regulares sobre bandejas de cañas. El sonido de miles y miles de mandíbulas mordiendo hojas recién cortadas, un murmullo progresivo, marcaba el ritmo familiar. Las larvas mudaban 4 veces, y tras unas semanas, se encapullaban. El olor a morera dominaba los patios. Luego el capullo pasaba a cocederos, y de allí a las devanadoras, muchas de ellas situadas en pequeñas empresas familiares.
Valencia se especializó en producto final. Talleres del barrio de Velluters tejían terciopelos con dibujos complejos, a veces inspirados en motivos italianos, en ocasiones con iconografía local. La seda se transformó en seña de identidad, hasta el punto de que, siglos más tarde, las Fallas preservaron tejidos de gala en trajes regionales. Esa continuidad estética afirma más sobre impacto cultural que cualquier estadística.
Crisis, plagas y adaptación
El siglo XIX fue una montaña rusa. Por una parte, la mecanización prometía abaratar costos. Por otro, llegó la pebrina, una enfermedad parasitaria ocasionada por microsporidios como Nosema bombycis que dezmaron criaderos desde 1840 en Francia e Italia y pronto alcanzaron España. Los síntomas, larvas manchadas y sopor, destrozaban campañas enteras. Se ensayaron cuarentenas, desinfección con cal y abandono temporal de crianzas. El golpe fue duro en Murcia y Almería. Muchos agricultores arrancaron moreras para plantar otros cultivos, y las industrias que dependían del hilado en bárbaro perdieron regularidad.
Los avances científicos vinieron al rescate. Louis Pasteur desarrolló un procedimiento de selección de huevos sanos mediante observación microscópica de mariposas reproductoras. En España, laboratorios y escuelas técnicas adoptaron estos procedimientos. A finales del siglo XIX se crearon estaciones sericícolas en Valencia y Zaragoza que distribuían semilla controlada y manuales de manejo. La sericultura se tecnificó, con incubadoras y reglas de higiene más estrictas. Aun así, la competencia global y el auge de fibras alternativas movieron el eje del negocio.
La irrupción de la seda artificial a inicios del siglo veinte, primero rayón, entonces acetato, redujo todavía más el mercado de seda natural. Ni siquiera la posguerra, con su economía intervenida, devolvió a la sericultura de España el vigor de siglos pasados. Muchas fábricas cerraron y los telares que subsistieron se especializaron en nichos: mantos de Manila, ornamentos rituales, trajes regionales.
Qué queda hoy: paisajes, oficios y una afición doméstica
Cualquiera que haya criado vermes de seda en casa conoce su legión de pequeños rituales. Es una afición que resiste por su sencillez, por su carga educativa y, tal vez, por la nostalgia. La información sobre gusanos de seda circula hoy por foros y grupos escolares: de qué manera incubar huevos en febrero o marzo, de qué forma mantener bandejas limpias, de qué forma distinguir entre variedades de capullo amarillo o blanco. Se prosiguen repitiendo consejos que escuché de mayores en patios de Murcia: no toques a las larvas tras comer, dales hojas tiernas al despertar, ventila sin corrientes. Para quien busca qué comen los gusanos de seda, la contestación sigue siendo fácil y tajante: solo morera. Las hojas de lechuga, geranio o zanahoria que a veces se aconsejan en la red provocan mortalidades altas y dan capullos pobres. Un criador responsable busca un árbol de Morus alba o nigra, corta a diario, lava si hay polvo y sacude el exceso de agua para evitar fermentaciones.
Los oficios tradicionales subsisten en talleres puntuales. En Valencia, algunos velluters generan terciopelos a mano para restauración y trajes festivos. En Sevilla, los mantos bordados mantienen clientela en flamenco y liturgias. En Toledo o Granada se venden sedas con mezcla de fibras, pero aún existen maestros que rechazan comprometer la pureza del tejido. Son islas de excelencia que marchan por reputación y por turismo cultural, y que han aprendido a contar su historia.
Los paisajes también conservan pistas. En huertas viejas del Segura quedan alineaciones de moreras cortadas, alguna reconvertida en árbol de sombra en patios y plazas. Hay topónimos que lo delatan, como Moreras en Lorca, o calles Sedas en cascos históricos. Museos locales exhiben devanadoras, husos y muestrarios de dibujos. No hay que romantizar en demasía, mas es evidente que la seda dejó estratos perceptibles.
Beneficios de los vermes de seda: más allá del textil
Cuando se habla de beneficios de los vermes de seda, conviene distinguir niveles. Para el hogar, es un proyecto educativo con valor tangible. Un ciclo completo dura entre 35 y 50 días, conforme temperatura y variedad, y deja observar metamorfosis casi de libro. Niños y adolescentes aprenden responsabilidad al limpiar bandejas, medir temperatura y registrar mudas. La regularidad del proceso enseña paciencia, y el capullo final, bonito y sorprendente, recompensa el ahínco.
En agricultura, la morera tiene usos adicionales. Su copa espesa da sombra en márgenes y parques, y la poda permite renovar hojas para ganado en algunos sistemas tradicionales. En España ya no se usa generalmente como forraje, mas en Asia sigue siendo un complemento nutritivo.
En industria y biomedicina, la sericina y la fibroína, las dos proteínas primordiales del capullo, han atraído interés. La fibroína destaca por su resistencia y biocompatibilidad, y se emplea en hilos de sutura y matrices para ingeniería de tejidos. No es una novedad en la práctica quirúrgica, mas la investigación contemporánea ha refinado usos, comprar gusanos de seda desde películas para liberar fármacos hasta andamios para cultivo celular. En cosmética, la sericina aporta textura y capacidad hidratante. España no lidera este segmento, aunque universidades y empresas han realizado proyectos específicos aprovechando restos de talleres artesanos.
Queda el uso culinario. En España no existe tradición de consumo de pupas, en contraste a Corea o Tailandia, donde se sirven fritas o en conserva. Algún chef experimental ha jugado con ellas por su alto contenido proteico, mas no ha pasado de anécdota. Es un buen ejemplo de cómo un mismo insecto activa repertorios culturales muy distintos.
Cómo se crían bien: experiencia de campo
La crianza se domina con varias reglas claras. La clave no es otra que unir higiene, regularidad y sentido común. Los errores más frecuentes vienen por exceso de humedad, golpes de calor o nutrición irregular. Para quien desee un esquema práctico, planteo esta secuencia concisa que he comprobado temporada tras temporada:
- Incuba los huevos en un ambiente estable entre 20 y 24 grados, con luz natural indirecta. Cuando oscurecen y aparecen puntitos, están cercanos a eclosionar. Alimenta desde el primer día con hojas de morera tiernas, cortadas finas al inicio. Aumenta el tamaño del trozo conforme medran y renueva comida varias veces al día. Mantén bandejas limpias. Retira restos con rejillas o papel, evita acumulación de humedad y ventila sin crear corrientes frías. Observa las mudas. A lo largo de la muda, las larvas dejan de comer, inmóviles con la cabeza alta. No las manipules. Tras mudar, reinicia la nutrición suave. Prepara el encapullado con estructuras de cartón o ramitas secas. En dos a 4 días completan el capullo si el entorno está seco y templado.
Esta lista resume prácticas que ahorran frustraciones. Hay alteraciones entre líneas genéticas, algunas más insaciables o rápidas, y es conveniente no entremezclar huevos de procedencias ignotas para evitar sorpresas. Si se busca continuidad, guardar mariposas gusanos de seda y elegir capullos sanos deja mantener una línea casera adaptada a tu espacio y clima.
Comer y ser comido: la dieta rigurosa de Bombyx mori
La pregunta aparece cada primavera: qué comen los gusanos de seda, y si hay sustitutos cuando no hay moreras a mano. La contestación corta es que necesitan hojas de morera. Existen dietas artificiales comerciales, en forma de bloques o geles elaborados con harina de morera y nutrientes estabilizados. Funcionan bien en crianzas controladas, mas requieren manejo cauteloso para evitar mohos. Cortar morera de parques públicos se hace por costumbre, si bien hay que eludir árboles fumigados y recoger solo en zonas limpias. En tiempos secos, resulta conveniente rehidratar levemente hojas marchitas con un paño húmedo, sin mojar.
El ritmo de alimentación sorprende. Una larva de último estadio consume múltiples veces su peso en hojas al día y multiplica su tamaño por decenas en cuestión de semanas. Ese metabolismo acelerado explica por qué un descuido de cuarenta y ocho horas, con calor, puede echar a perder la tanda. También condiciona la poda de moreras: mejor cortes usuales y ligeros que una tala radical que agote la brotación.

Economía y cultura: del tejido al símbolo
La seda en España fue una economía, mas asimismo una forma de prestigio y un lenguaje. Las reglas de etiqueta marcaban quién podía vestir determinados tejidos. Los conventos encargaban ternos con hilos refulgentes, y los gremios mostraban estandartes de seda en procesiones. En fiestas patronales, los balcones se engalanaban con colgaduras, con frecuencia guardadas en arcas a lo largo de generaciones. Mucho después de perder peso económico, la seda se sostuvo como signo de celebración.
El impacto cultural se lee en dos planos. Primero, en la memoria material: talleres rehabilitados, museos textiles, fiestas con trajes de seda. Segundo, en la memoria íntima: quien ha criado gusanos de seda recuerda el olor de la morera, el crujir de las hojas, la sorpresa al ver salir la mariposa blanca, torpe y tranquila. Ese recuerdo crea vínculos entre generaciones. Hoy, cuando un colegio reparte huevos pegados a una cartulina, está activando un hilo largo que conecta aulas del siglo veintiuno con hogares del siglo XVI, muy diferentes y, no obstante, unidos por un insecto domado hasta la dependencia absoluta.
Ciencia y técnica: de la fibra al laboratorio
Bombyx mori no sobrevive en la naturaleza sin cuidados humanos. Esa domesticación radical lo transforma en organismo modelo. Se han cartografiado sus genes, se conocen las rutas biosintéticas de la fibroína y se manipulan para incorporar propiedades nuevas. Se experimenta con seda recombinante producida por bacterias o por gusanos cambiados que generan hilos con fluorescencia o con mayor resistencia. Estas líneas de investigación no son patrimonio español, mas los conjuntos de materiales en universidades como la Politécnica de Valencia o la de Zaragoza han colaborado en proyectos que usan fibras de seda como plantillas o refuerzos. Las compañías artesanas aportan residuos valiosos, como capullos de descarte, idealmente lavados sin calentar en exceso para conservar la integridad proteica.
La relación entre tradición e innovación lleva matices. La artesanía busca mano, tacto y densidad. El laboratorio persigue reproducibilidad, pureza y datos. Cuando dialogan, aparecen productos interesantes, como mezclas de seda con lino para tapicería patrimonial o biopelículas que imitan la textura del papel japonés para restauración. Es un campo donde el juicio práctico es vital: no todo capullo sirve para todo uso, y la manera de cocerlo cambia propiedades finales.
Un legado en el que aún se puede intervenir
La historia de la seda en España no es línea recta ni escogía. Es un conjunto de innovaciones, crisis y renaceres parciales. Conocerla ayuda a valorar resoluciones presentes. Plantar moreras en una calle no es solo dar sombra, también es recuperar una planta que mantuvo economías enteras. Mantener talleres que tejen a pequeña escala sostiene habilidades extrañas, difíciles de reconstruir si se pierden. Promover crianzas escolares no exige gran presupuesto y crea curiosidad científica real.
Quedan desafíos. La estacionalidad de la morera limita la crianza a unos meses. El cambio climático introduce olas de calor que agobian a las larvas. La normativa urbana limita podas y recolecciones en espacios públicos. Soluciones sobrias existen: variedades de morera con brotaciones escalonadas, pequeñas neveras para guardar hojas 24 horas, ventilación cruzada para aplacar calor sin recurrir a aire acondicionado.
A quien se acerque por primera vez, le afirmaría que combine lectura y práctica. La historia aporta contexto y respeto. La bandeja en la mesa enseña el resto. Vas a aprender que el capullo más bonito no siempre y en toda circunstancia corresponde a la mariposa más fértil, que una sala demasiado perfumada puede estresar a las larvas, que la paciencia, en la crianza, cuenta más que cualquier artefacto. Y quizá, sin proponértelo, descubrirás por qué la seda viaja tan bien entre siglo y siglo: por el hecho de que sus hilos, cuando están bien trabajados, resisten tirones, cambian de manos y no se rompen. Como las buenas historias, que son fibras largas y limpias, hiladas cuidadosamente y abiertas a rehacerse cuando hace falta.
La historia gusanos de seda en España es, en definitiva, un espéculo de de qué forma el trabajo paciente convierte paisajes y costumbres. Desde los primeros cultivos andalusíes hasta los talleres de velluters, desde la pebrina hasta los laboratorios de biomateriales, el hilo jamás se cortó completamente. Y ese hilo, tenue mas firme, prosigue tendido entre la morera del patio y el tejido que nos acompaña en celebraciones, cuidados y recuerdos.